martes, julio 03, 2007

120 kilos de Jazz en el mArtadero


Llegamos temprano pero ya había cola, es increíble que un lugar donde se mataban vacas sea ahora un espacio cultural. Entrar e imaginarse las inmensas musculaturas de las vacas degolladas pendientes de los fierros es una tarea difícil, cuando donde estuvieron los tobillos enganchados de los mamíferos, las luces están perfectamente direccionadas al escenario, las paredes, antes manchadas de sangre están pulcramente cubiertas de telones negros. Una silla sola invita a la curiosidad y a la vista, dos mesas laterales dan la apariencia de un bar. Algunos no actores se sientan, mientras que los demás plebes nos acomodamos en las tarimas.

Tal vez la mejor sensación de todas es la ansiedad de esperara en el cine o en el teatro, esa expectativa esa ansia que crece en el pecho, cualquier indicio de luz, de movimiento causa un interés. La energía inicia su fluir entre el escenario y los espectadores, el flujo va cobrando intensidad y reduce al mundo en ese momento, en ese instante, en esa palabra.

Cuando el gordo Méndez patea el contrabajo y le corta una cuerda, puedo ver el gigantesco instrumento cayendo estrepitosamente. Cuando menos lo pienso el mariachi tiene un sombrero enorme que solo mi imaginación le ha construido.

Me tiemblan las piernas cuando el gordo espera a la mujer de sus sueños en la puerta de la fiesta. Puedo sentir en carne propia los movimientos del gordo que imita al bajo con la boca solo para entrar a ver a la chica de sus sueños. Lo veo en la fiesta cruzando toda la pista con un alicate en la mano, mientras desde la otra mesa una mujer hermosa con un lazo lila atado al cuello lo mira con curiosidad y se le acerca.

Me siento con el gordo en un banco de plaza y juntos nos comemos las empanadas que se ha guardado para esa hora de la madrugada.

El cine y el teatro me abren una puerta que me lleva fuera de la realidad feroz y me permite ver un mundo de magia, que sin ser fantasía, me calma el alma y me permite ser de nuevo una niña.

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